- Por Marina Villarruel
13/11/2024
Si son montunos es porque son del monte y en este caso del monte de por acá, pienso. Mientras la poeta agrega algo acerca de las nativas y las exóticas y mi mente se dispara. ¿Seré nativa? ¿Seré exótica? Nacida en otros pagos, criada en otros dos, y criando en un cuarto. ¿Qué soy? Si de los años de vida que llevo repartí unos tres por ahí, unos cinco por allá, otros veinte por allá y unos veintipico por acá. Entonces. ¿Qué soy? ¿Nativa o exótica? ¿O exóticamente nativa como la higuera de los Montunos de Jesica Ysasi? Higuera que se deja rondar, pero a la vez esconde su fruto. O el cafeto, “exótico, ralo y expansivo”, en conjunción con los coquitos, la sacha huasca y la lantana. De la aristolochia no sé, con ese nombre tan griego. Es que, así como los montunos, andamos por estos pagos, los nacidos y criados y los trasplantados y criados, mezclándonos en los versos, los amigos y los amores. Abiertos al asombro como los textos de Jesica Ysasi que, con ojos del recién llegado, descubren un mundo. Mirada que lleva a la poeta a la delicadeza de desmenuzar una semilla que es tan bella, que si no la conoces te recomiendo salir a buscarla y observar. Nativa sacha huasca en conjunción con la mirada. Mirada que nos lleva a mirar, a pesar del fuego, o justamente por él, para rescatar otra nativa de nombre griego. Y después las exóticas como nosotras. Tan de aquí, tan exquisitamente de aquí como las acuarelas de Virginia Debarbora. Ahondar en un recorte del entorno. Dar color. Pintar. Vibrar. Esta acuarela para el cafeto, aquella para la sacha y esta para la higuera por el color, por esa forma de estrella. Entrecruzamiento de palabras e imágenes. Tan de aquí. Tan presentes. Tan de ahora. Tan exóticamente nativas.
Montunos De Jesica Ysasi
(Nativas) Corazón de Sacha Huasca
I
Hay espacios entre los días, unos corchetes cortando el curso líquido de la narrativa. Qué digo de los días, de las estaciones, de los mismos ciclos de los días.
Podría en vez decir que entre los tiempos antedichos crecieron tanto los hijos como los coquitos (tanto que ya muestran sus espinas), y cuando llegamos eran apenas unos troncos débiles, unos palillitos parados sobre el monte talado y vendido, o podría hablar sobre la lantana casi vuelta un árbol, dónde no hace tanto descubrimos el arbusto agreste que mostraba sus flores naranjas y amarillas -y te dije que eran las mismas que había en el patio de mi abuela Elsa- sólo que entonces yo no podía todavía nombrarlas.
La piedra y el declive dónde nos sentamos bajo una melena verde para apenas guarecernos del sol de febrero, es ahora una especie de sombrilla tupida que mira al faldeo bajo de la montaña, un palco al horizonte y su vapor rosa cuando atardece.
Quiero sentarme ahí cada vez que voy al pedacito de monte que ahora me posee, te extraño dulcemente porque nunca más me senté en ese refugio a ver aparecer mis sueños de una casa bajo la maraña de yuyos perfumados.
Puedo medir el tiempo con las aves y los árboles que he aprendido a nombrar desde ese momento.
Desde que te amaba tanto, por ejemplo, esa que trepa es la Sacha Guasca; su la semilla- que aún no pude cosechar en esa ladera, es una de las más perfectas que descubrí. Partiendo su cáscara, separando sus tapas que son como dos canoas ásperas, se vierten al aire unas capas tenues, transparentes, entre blanquecinas o sepias, ligeras como un pedacito de papel de calcar. Vuelan de la nada y rota la carcasa se fugan como las horas del buen amar, se escapan de los dedos.
Ahí entre esa furia de papelitos sueltos, yace el corazón de mi semilla predilecta, es como un hueso o un tabique de esos que separan, pienso ahora, los tiempos de ida y vuelta del flujo ventricular. Esa es para mí la pieza sagrada que la semilla esconde. No sé si sirve para algo, cuando la abro como jugando, dejo volar o resguardo cada sedita, las corro a todas, ansiosa por llegar al hueso y descubrir su forma.
No hay dos iguales: son óvalos como de escudo africano, con un dibujo natural sobre los bordes, una especie de pespunte de hilvanado perfecto. Al correrla con cuidado hay un segundo borde, una fibra con su misma forma, como hilo o brazalete de collar, de allí la tomo y la cuelgo cual pendiente sin lugar definido, se mece al aire como aro o amuleto, y cuando al fin tomo el tesoro, olvido siempre que bajo su protección, tras su tabique, se suelta al mundo una segunda carga de semillas voladoras que se van de mí, porque ya estoy en éxtasis y sólo intento preservar la belleza de su corazón para adornar mis guaridas.
En todo ese tiempo, te preguntaría a veces, que te enseño la tierra que habitas río arriba, hacia los Altos. Si tu Costanera, ocre por estos días, te reveló algún secreto.
Pasaron entre este paréntesis que nos separa tantas plantas, tantos ensordecedores soles rosas, tantas esperas para que el cascarón áspero revele tu semilla.
No mido el tiempo por sus años, ni por nuestras arrugas, envejecemos raro vos y yo, yo diría que estás casi igual, así: sin detenerte a buscar el hueso de la Sacha Guasca y sin adornos para esta pena bonita que ya no espera, porque se fugaron al aire los papelitos que son el verdadero tiempo que no regresa.
La siembra ya fue hecha y no dependió de vos ni de mí; pero yo, yo encontré el corazón de la semilla.
Aristolochia
(del griego “aristo”, el mejor, y “locchia”, parto)
Trajimos guirnaldas de monte seco.
Ardían un poco más allá
el Carapé y su vera,
pero salimos negadas al infierno,
antes que otra chispa más cercana nos arrebatara la belleza.
Salimos igual al sendero polvoriento
y nos cubrió la tierra del camino en su faldeo
Los aromitos, tenaces e insensatos,
reventaban al aire sus esferas
y sobre la galaxia de soles diminutos
el monte colgó cestitas milagrosas.
Las desprendimos de puntillas con mi amiga,
y bajamos del Cerro Azul
hablando de los hijos
y las fuentes muertas,
con dos anillos de canastitas transparentes
y un ajuar de batitas memoriosas.
Sobre espinales quedaron meciéndose al aire hirviente
todos los paracaídas enredados
y la carga de semillas que no quisimos tomar,
porque no era necesario,
porque incluso en la seca hay buenos nacimientos
y simientes sueltas al infinito.
Con dos círculos de enredadera hicimos las coronas victoriosas,
llenamos nuestras casas de alegría de monte.
Emperatrices sedientas, el laudo es todo nuestro.
Reescrituras: Diálogos con Juana
De la serie frutales:
Banquete
“Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera (…)
Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
«Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto».
La higuera, Juana de Ibarbourou
Tenemos un juego extraño la higuera y yo.
Cada mañana, cuando una comunidad volátil se desayuna algunas brevas, empieza una rutina de verano plácido.
Apenas llegué a estas sierras alguien me dijo que los frutos alcanzan para todos, pero no voy a negar que cuando ellos indican a tiempo que la gota de miel está a punto, corro a descolgar algunos frutos antes que se abalancen a catarlos a todos, con ese apetito pudiente de quien vuela de copa en copa y no es dueño ni esclavo de su huerto.
Y la higuera, ella que puede ser felizmente áspera y nada fea, enfiestada de pájaros, me envuelve en su ronda.
Hay que girar sobre ella mirando al cielo y buscar como disimula y camufla sus frutos con en un follaje ocultista.
No es fea la higuera, insisto querida Juana, más bien es una maga con una capa que mueve escondiendo hábilmente a sus hijos.
Paso mil veces por la misma rama y en cada ronda se mueve un engranaje verdoso que me deja entrever otro nuevo que antes juraría que no estaba ahí.
A veces he creído que los hace surgir, bromista, con humor y risa seca de lija; a veces, creo que maternalmente esconde del exceso lo que en verdad no necesito hoy, pero sí el benteveo.
Me marea levemente esta ronda matutina, vuelvo con una cosecha modesta pero dulce y fresca.
Ella se queda meciendo al aire sus inmensas hojas, como un mantel al cielo.
Se sacude, sirve la mesa y vuelven los comensales a desayunar la ofrenda.
De la serie exóticas:
Cafeto
“Si ella escucha,
sí comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!”
La higuera, Juana de Ibarbourou
Nadie lo quiere al cafeto, Juana
Ojalá tuviera la belleza de tu higuera
Áspero y ralo
Exótico, ralo y expansivo
Ralo y monocromático.
No respeta nada
Las ramas flexibles no se dejan cortar
Las hojas lechosas y su pegote atrasan toda tarea en el jardín
Ni para sombra buena…
Promiscuos brotan sus hijos por dónde toque tierra la simiente.
Junto a la ruta, uno viene venciendo la antipatía
Le ganó al baldío su existencia
Quizá un descuido en la obra abandonada hizo posible su robustez adulta.
Crece en cono inverso sobre un pedacito de tierra y entre escombros clava sus garfios invasores y escupe sus semillas.
Un rombo extraño entre su copa triangular y sus raíces aprisionadas.
No es bello, Juana
Pero, tozudo, derrama en jarra
desde la sombrilla de su copa verde
un tobogán de lluvia inesperada
y bailan a lo hawaiano sus hojazas verdes
porque hoy llueve con ganas
para propios y ajenos
y él, sin permiso, como siempre
se ondula al viento
lascivo y fresco.
Jesica Ysasi
Nacida en San Francisco pcia. de Córdoba. (1975) y “trasplantada” desde hace seis años a Sierras Chicas.
Licenciada y profesora en Comunicación Social, Comunicadora popular y docente.
Integrante del colectivo “Escritos en china”, de Sierras Chicas y del Proyecto de Radio Comunitaria Curva, en Salsipuedes. Corresponsal de FARCO (Foro argentino de Radios Comunitarias), columnista en la Revista Unión Regional y colaboradora en Agua de Oro Noticias.
Los textos pertenecen a las series ” Nativas” y ” Exóticas”, del poemario “Montunos” (Inédito)
Virginia Debarbora
Mi nombre es Virginia. Soy aprendiz de artista plástica, de bioconstrucción, de cerámica montaraz. Curiosa hasta el agotamiento y admiradora de lo singular de la vida de los seres que me cruzo en el camino por elección o por azar.
Acuarelas. Este proceso creativo está atravesado por la experiencia de cohabitar el monte nativo. Un rinconcito de él. El pigmento, la forma, el movimiento de crecimiento, los patrones vegetales, sus estructuras y ritmos íntimos. La sutileza de los detalles inadvertidos, el tiempo de mutua escucha, de mutuo cuidado. Las flores silvestres dejan su huella.